Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

miércoles, 2 de agosto de 2017

Los pobres huyen de la miseria calzados a duras penas y por tierra


Quienes logran burlas los puestos de control vial, caminan durante cuatro días hasta llegar a Boa Vista. Llegan agotados, deshidratados, hambrientos y con los zapatos deshechos. Fotografía: Cortesía.


Una amiga, descendiente de españoles, me contó -cuando apenas comenzaba nuestra crisis, a mediados de los noventa- que a su abuela cuando llegó a Venezuela le llamaban la atención los zapatos de los venezolanos porque, a diferencias de los calzados de quienes viajaron a América a mediados del siglo XX, eran lustrosos, limpios, confortables. Para la abuela eran una señal de dignidad, de la prosperidad sencilla de los habitantes del país que adoptó como propio.
Son las cinco de la tarde, corre julio y en la sede de la Policía Federal (PF) brasilera en Villa Pacaraima tres jóvenes venezolanos aguardan por un milagro.
Uno de ellos cuenta que no los quieren dejar entrar al Brasil.

Villa Pacaraima es la primera población brasilera de cara a Venezuela, a 15 kilómetros de Santa Elena de Uairén, la última localidad hacia el sureste extremo venezolano y a 230 kilómetros de Boa Vista (BV), capital del estado de Roraima.

Boa Vista es una ciudad de 326 419 habitantes (IBGE 2016) en donde ahora residen, trabajan, buscan empleo, estudian, mendigan, se prostituyen, delinquen y se refugian aproximadamente 25 mil venezolanos, según la cifra que maneja la Folha de Boa Vista, el más leído de los diarios de la entidad.

Los tres del comienzo apenas superan la mayoría de edad.

Uno calza un par de zapatos de cuero amarrados con sendos pedazos de cordel de nylon: el derecho en verde y el izquierdo en rojo. Los tres van de camisetas y gorras. Dos llevan pantalones cortos. Uno con leguins negros por debajo. El tercero viste de largo. Aunque ya no hace calor, los tres lucen sudorosos.

Entonces, faltando minutos para el cierre de la dependencia, aparece el permiso de ingreso y el de pantalones largos se incorpora, se cuelga el morral de lona cilíndrico color verde oliva, del que usan los soldados del Ejército venezolano y agradece con una sonrisa y sus palmas en rezo. El que le sigue lleva a sus espaldas una colchoneta de goma espuma. El tercero una mochila común.

Se hizo el milagro.

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Termina la primera semana de julio, agoniza la mañana y en los bancos de madera, en el frente que sirve de sala de espera a la sede de la PF-Villa Pacaraima, no cabe ni uno más. Todos somos venezolanos. Los brasileros y los viajeros de otras nacionalidades fluyen por separado. Hasta 2013, quienes habitamos en esta frontera apenas esperábamos minutos para carimbar (sellar), para ir al médico, para pasar un fin de semana diferente. Ahora hacemos cola, de pie o sentados, durante horas: dos, tres, cuatro o más.

“Todo ha cambiado totalmente”, comentó Iván de la Vega, un investigador de la Universidad Simón Bolívar (USB) en un reportaje publicado en el sitio web de The New York Times en español en noviembre de 2016.
Se refería a que durante 2016 se incrementó en 60% el número de venezolanos que se fueron del país en comparación con el año anterior y dijo lo que sigue:
“Los ingresos de estas personas son bajos (...) La única opción que les queda es irse a los países cercanos, los que pueden llegan a pie, en balsas o en barcos con motores pequeños”.
Esta es la segunda diáspora, la de los desprovisto de dinero, de un aval académico o empresarial o que les abra las puertas en los Estados Unidos o Europa. Los de alta calificación e ingresos elevados, se fueron, según un trabajo publicado por Anitza Freitez, investigadora de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), desde mediados de los noventa del siglo pasado y consiguieron saliendo durante los primeros años del tiempo que corre.
Los que salen ahora, en 2017, por esta frontera, llegan por lo general en bús y siguen su travesía en carro por puesto, en otro autobús, a veces, incluso a pie.

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La mujer de al lado, sobre el tercero de los bancos de madera, en el frente que sirve de sala de espera a la sede de la PF-Villa Pacaraima, reposa sus pies descalzos -hinchados- sobre su equipaje.

Viene de Vargas. Debió rodar al menos 20 horas -1400 kilómetros- hasta atravesar el país en un recorrido desde el litoral norte hasta el sureste profundo venezolanos. En su entidad, una franja costera aledaña al Distrito Capital, ejerce como policía. Se graduó con honores. 
Quiere llegar a Boa Vista para trabajar en una cocina durante un mes. La amiga que la recomendó le dio garantía de que recibirá comida y pernocta. Así que ella se vino con la certeza de que se llevará el salario intacto y de que aliviará, al menos por unos días, la situación económica de la familia. A la fecha, el real brasilero ronda los Bs. 2400.

Más allá, reposa un morral con los colores de la bandera venezolana, amarillo, azul y rojo, de los que entrega el Ministerio del Poder Popular para la Educación a los estudiantes de los niveles básico y medio y al lado espera un hombre joven calzando un par de deportivos de marca reencauchados.

En el lugar contiguo, aguarda otro muchacho con zapatos casuales renovados mediante una costura a mano; la chica que le acompaña lleva unas sandalias de goma tan desgastadas que apenas la separan del piso; en el lugar que sigue, espera otro chico con unas zapatillas deportivas de tela endurecidas por el lodo seco; en el inmediato, está sentado un hombre con un par de botas de lona recién salpicadas de fango y a su lado otro morral cilíndrico verde oliva.

En el pasillo de ingreso al recinto, los viajeros que toman esta vía para hacer la conexión aérea desde BV hacia otras ciudades de Brasil o del mundo abandonan sus maletas de rueditas. Los vuelos desde y hacia Venezuela son cada vez más escasos y el Aeropuerto Internacional de BV se ha convertido en una alternativa.

Los propietarios de las maletas de rueditas debieron llegar temprano porque ya ocupan el primero de los bancos de madera y se alistan para ingresar. Se diferencian del resto porque llevan carpetas con las impresiones de sus boletos electrónicos y van vestidos y calzados de otra manera: franelas de la UCAB, una de las principales universidades privadas del país, una chaqueta Ducati, una gorra Everest Poker, zapatos deportivos Adidas, New Balance, botines Merrell.

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A mediados de abril, cinco hombres warao caminan rumbo a BV. Dos de ellos llevan a sus espaldas los morrales con el tricolor venezolano. Los otros tres llevan la carga en bolsas plásticas negras. Son las tres de la tarde y el calor es infernal.

La migración de los warao, habitantes ancestrales del Delta del Orinoco, hacia el norte del Brasil se inició en 2014 y se incrementó en la medida en que se agravó la crisis del país. 

Según los reportes de El Pitazo, Folha Web y BBC Mundo entre Villa Pacaraima, Boa Vista y Manaus, en la Amazonía brasilera, residen alrededor de 750 warao, entre mujeres, hombres y niños. La mayoría mendiga.

A la altura de la Tierra Indígena de San Marcos, cercana a Villa Pacaraima, los cinco, un adolescente, tres adultos jóvenes y un hombre mayor, levantan el pulgar al tiempo que imploran uma carona (una cola).

Un conductor brasilero reduce la velocidad y les ofrece llevarlos a cambio de 20 reales por cada uno. “No tenemos real”, dice uno de ellos. Y el hombre acelera a fondo, aunque asegura que se le rompe el corazón al verlos así.

20 reales es la mitad de lo que cuesta el pasaje en un carro por puesto y dos tercios de los que cobra el autobús que conecta a Pacaraima con BV.

A diario, venezolanos solitarios o en grupos de tres, de cuatro, de cinco caminan sobre el hombrillo derecho en la BR174 en sentido Venezuela-Brasil. Pocos consiguen cola o pagar por un puesto a bordo de un carro venezolano o brasilero. Viajan sin el permiso que otorga la PF para ingresar al país.

Los conductores de los carros por puesto se apuran al verlos. Les temen. Aseguran que las autoridades viales imponen multas de 800 reales por llevar un extranjero ilegal. Un chofer cuenta que uno de sus colegas debió pagar 2400 reales porque subió en la ruta a tres venezolanos sin papeles.   


Entonces, no hay alternativa: Quienes logran burlas los puestos de control vial, caminan durante cuatro días hasta llegar a Boa Vista. Llegan agotados, deshidratados, hambrientos y con los zapatos deshechos. 

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