Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

domingo, 20 de mayo de 2012

Esta nueva frontera

En las tardes, muchos visitan la tranca: unos por solidaridad, otros por curiosidad.

Al amanecer del viernes, los toldos ya identificados con pancartas.

Los turistas nacionales o extranjeros cruzan a pie. Fotos: Morelia Morillo



Los mineros de Ikabarú, un pueblo ubicado a 114 kilómetros de Santa Elena o a seis o siete horas de camino, bloquearon la Troncal 10 el jueves (17) pasado.

El viernes 11 un grupo de ellos se presentó en la Estación de Servicio Gran Sabana en reclamo por los retrasos en el suministro de combustible. Después de una mañana de discusión, acordaron renovar sus permisos y se fueron.

El martes 15, asistieron a un Cabildo Abierto en el Concejo Municipal. Tratándose de hermanos, sus líderes,  indígenas y no indígenas, denunciaron los atropellos de los que fueron víctimas durante la aplicación del Ágata Centinela 4, un operativo militar conjunto de las fuerzas armadas de Venezuela y Brasil puesto en práctica entre el 10 y el 17 de mayo con la finalidad de controlar los ilícitos fronterizos en la amazonia compartida.

El miércoles 16, se reunieron en el Parque Ferial de Santa Elena y redactaron un documento informándole al comandante de la Guardia Nacional  Bolivariana (GNB) que, al día siguiente, a las nueve de la mañana, protestarían pacíficamente en el puente sobre el río Wará en la Troncal 10, la carretera que une a Santa Elena con el mundo y a Venezuela con Brasil.

En el documento exigieron la presencia del alto Gobierno y la legalización de la mina, cuya práctica está prohibida (aunque vacunada) desde 2006, en el Alto Caroní, en la Gran Sabana, en la tierra de los pemón, de los tepui, de los ríos y sabanas infinitas.

El jueves 17, bien puntuales, y después de recorrer el pueblo, los manifestantes hicieron suyo el Puente Wará: cerraron con motos, luego con camiones, aseguraron un par de toldos, improvisaron una oficina, se abastecieron de agua potable y, sobre un mesón de madera raída, redactaron una nueva misiva, esta vez dirigida a la más alta instancia militar de la región.

En la declaración del jueves exigen la presencia del alto Gobierno, la legalización de la actividad minera y la derogación del decreto 4 813 que le reserva al Estado la actividad minera. Ese día, a pocos kilómetros, en Manak Krü, también se reunieron los capitanes de las comunidades indígenas afectadas y revelaron el nombre de los efectivos abusadores y lo sucedido en Pekai Merú. No sólo se encontraron para hablar con respecto a los excesos de los uniformados y a la respuesta de los mineros, lo hicieron también para conversar (en pemón, por supuesto) en torno a otro de los temas del top: la demarcación y titularidad de las tierras indígenas.

En pemón, pekai significa calvicie

El capitán de Pekai Merú dijo que los militares tumbaron la puerta de su casa, “alborotaron todas las cosas de la mujer y la anciana”, detonaron los equipos mineros al frente de todos -que una niña se desmayó- y, finalmente, pesaron medio kilo de oro y se lo llevaron.

El capitán de Playa Blanca dijo que los militares no habían tocado su comunidad, aunque si habían exterminado la mina cercana.

Todos los firmantes reiteraron su apoyo al cese de la actividad minera, mas en su rol de autoridades originarias exigieron respeto para ellos y su gente.

El viernes, los tomistas impidieron el paso de la comida que venía para el mercado Municipal; temerosos, los camiones cargados con los alimentos de las escuelas se devolvieron desde una comunidad cercana y los del combustible ni siquiera se atrevieron a aproximarse; el colector de la basura está lleno y no puede pasar -sobre el puente- para ir y descargar su inmundicia en una sabana, cruzada de morichales, tan bella y prístina como aquellas de las minas.

El sábado los tranquistas recibieron a los líderes de Kumarakapay, la comunidad del candidato a alcalde por la mesa de la unidad y el domingo a muchos de los de Santa Elena, al no poder ir al río, decidieron aproximarse por vez primera al fragor de una protesta ciudadana.

Cada media hora, se corre el rumor de que la Guardia Nacional los va a retirar: “Ahora sí”. “Con esta lluvia sí”. “Vienen en camino 80 guardias de afuera”. Evelín, la capitana de Wará, no aguanta más: Ya convoqué a mi gente, a nosotros nadie nos pidió permiso. Estan mezclando esto con la política. Fuera mineros, fuera de mi comunidad". Corre el rumor de que hay una barriada dispuesta a bloquear el acceso al pueblo y aislarlos. "Ojalá y eso no sea verdad". Pero nada sucede. Es domingo y los tranquistas hacen parrilla a orillas del rio.

Ellos no son más de 200, difícilmente más, a veces menos, y aquí estamos, todos lo demás, 15 mil por lo menos: cada vez con menos comida, ya casi sin gasolina, sin servicio de aseo urbano, viendo como los turistas nacionales y extranjeros deben cruzar a pie entre esos hombre y mujeres en rebeldía y con una frontera al sur, hacia el Brasil y una nueva hacia el norte, sobre el puente Wará, que nos separa del resto del mundo.


miércoles, 2 de mayo de 2012

El último viaje de los kaiwak




El puente hacia Tukuyen, la mano de Vallita con un marupa, la abuela, el hito, Vallita y los envases
Fotos: Morelia Morillo


Hoy, finalmente, salieron los bachacos.

Los pemón los llaman kaiwak. Así es como llaman a esos insectos grandes que disfrutan –sin abusar porque causan estreñimiento- bien tostados al budare, con kumachí, todo sobre un pedazo de kasabe.

Las lluvias de finales de abril son el indicativo inequívoco de que los kaiwak están por salir. “Mañana no va a llover y van a salir los bachacos”, se prometen la noche anterior.

Entonces, Vallita, Milagros del Valle Suárez y su tía, anciana, valiente, vital, se levantan aún más temprano que de costumbre y se internan más allá de su comunidad, más allá de San Antonio del Morichal, por la vía de Tukuyén, hasta la línea de hitos que separan a Venezuela de Brasil.

La abuela sale a espantar las vacas. Vallita prefiere mirar de lejos. “Ese ganado es brasilero, pero están en Venezuela”, dice Vallita.

Ambas caminan hacia esas casas hechas de tierra roja, “porque las negras son las de los merupá (…) Los merupá son los que tienen alas y vuelan hacia la luz la noche antes  (…) Anoche los vimos”.

Las dos llevan suéteres de manga larga, blue jeans gruesos y botas plásticas. Los pantalones van cuidadosamente asegurados dentro de las botas. “Esos bachacos cortan pantalón, cortan zapato de goma, se montan por todos lados”. Vallita lleva un morral y envase pequeño con tapa. La abuela su wayare y un balde.

Antes de que salgan los kaiwak, emigran los trakui, los dapi, avanzadas de soldados abriendo camino. Entonces, cuando el sol se instala bien caliente, la marabunta lo invade todo. “Si salen a las nueve, uno pasa como hasta la una recogiendo”. Y después, a caminar de vuelta, a tostarlos y a comer.

 “Ellos (los kaiwak) se mudaron. Vivían más cerca de la comunidad. Pero se han ido hacia la frontera”.
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